“Cuando tu alma haya comprendido que verdaderamente sufre,
entonces, vendrás a buscarme. Primeramente tienes que aprender a reconocer la
naturaleza de tu propia ceguera”.
El mundo era inculto y, por lo tanto servil… porque carecía
de argumentos para la reflexión. No sabía en lo que creía ni por qué creía en
ello.
Él vino para sacudirnos y refrescarnos la memoria, no tenía
nada que inculcarnos excepto la voluntad de reencontrarnos a nosotros mismos,
tal como somos en nuestro interior.
La libertad de pensar, de actuar y de ser no les puede
faltar más que a quienes se han hecho conscientes de estar amputados, es decir,
a aquellos que comienzan a despertar de su anestesia.
Desde todos los tiempos se ha preferido siempre no tener
nada grande delante de sí… sino estar seguro de no correr ningún riesgo.
La tibieza, la pusilanimidad consentida y mantenida le
hacían siempre reaccionar.
Jesús, el hombre, era sorprendentemente libre, libre y
desconcertante, capaz de cambiar de dirección en un instante, como un animal que
hubiera percibido alguna cosa en el viento, un peligro o una invitación.
Seguirle era un ejercicio de abandono constante. “Como veis no soy un bloque de
granito, mi padre me ha dado libertad de movimiento, entonces la duda que puede
experimentar la planta de mis pies es también un regalo… esta es una enseñanza
más grande de lo que parece: retenedla…”
Jeshua ignoraba la
noción de corte y ruptura. Si alguna vez no deseaba tener contacto con alguna
persona o no retornar a ciertos lugares, consideraba su decisión como un
paréntesis momentáneo que se vería un día u otro reabierto de manera
constructiva, en tiempos más propicios, porque todas las almas son llevadas
necesariamente a comulgar al final de su evolución.
Si una relación conflictiva se perfilaba entre Él y algún
otro, vivía la situación de manera totalmente desapasionada, un poco como un
actor que no se dejase “invadir” por el papel que interpreta y guardase una
distancia constante con respecto al escenario. Eso no significaba que adoptase
una actitud fría, desapegada o distante en situaciones de tensión. El Rabí
podía sentir pena, nunca fue un bloque de mármol difícil de esculpir, tenía
solamente una extraordinaria capacidad para distanciarse rápidamente de una
situación agresiva o hiriente. Era exactamente el caso de alguien que consigue
vivir en el “aquí y ahora”, todo su ser se mostraba capaz de trascender con una
velocidad sorprendente cada herida o cada agresión.
La noción de resentimiento le era desconocida. El insulto,
la maledicencia o la calumnia no tenían ningún efecto sobre Él… hasta el punto
de que podría dar la impresión de ser un cobarde o un miedoso, ¡Dios sabe sin
embargo que estos dos tristes calificativos no podían aplicársele! Era Él quien
regularmente, por sus prodigios o sus palabras, generaba situaciones en las que
podía prever que desencadenarían tempestades y que se volverían contra su
persona. El Rabí era en esencia un provocador, no porque le gustasen los
ambientes conflictivos, sino porque
estimaba que una parte de la tarea que le incumbía era la de zarandear
al ser humano para poner en evidencia sus actitudes mentales entumecidas y
tóxicas.
En cuanto a su mirada, si conseguíais cruzarla, era de
aquellas que no se pueden rehuir ya que nos escudriñaba detectando algo que
nosotros mismos ignorábamos. Muchos se sentían indispuestos por esa mirada,
porque tenía la particularidad de poner el alma al desnudo y porque no podíamos
engañarle, y eso, evidentemente, no convenía a todo el mundo.
Para Él no era cuestión de imponer nada, no era su manera de
ser lo que pretendía inculcarnos. Empleaba más bien todos sus medios para
revelar nuestra manera se ser, es decir, nuestro estado de servilismo y de
ruptura con nuestra esencia.
El hombre Jeshua no hablaba tan a menudo de su padre como lo
pretenden las escrituras canónicas, el hombre, el Rabí, nos hablaba en primer
lugar de nosotros, de nuestras inverosimilitudes, de nuestras contradicciones,
de nuestra pasividad, de nuestros miedos… como resumen de nuestras pequeñeces a
la vista de la arrogancia que mostrábamos. No le seguía el juego a nadie.
El poder sólo se basa
en la complicidad pasiva y cobarde de los que lo dejan actuar e imponer su
dictamen a menudo injusto. “Todo poder, decía el rabí, es una dominación que se
basa en la debilidad de aquellos que han abdicado de la maestría de su propia
vida”.
El aspecto humano de Jeshua, no hacía más que reforzar el
impacto de la Fuerza que Él asumía, instaurando una proximidad con lo Divino a
la que nadie estaba habituado. Este doble aspecto de su personalidad hizo de Él
un ser constantemente inalcanzable, a la vez sufridor y alegre, tranquilo y
rebelde, pero que iba en una sola y única dirección sin mirar atrás jamás.
Podemos fácilmente adivinar por qué el hombre, tanto como el
Maestro de Sabiduría, desencadenaba hasta tal punto las pasiones, provocando
conjuntamente rechazo, odio, cólera, desprecio o también admiración, amor,
veneración adulación e incluso histeria.
Los Grandes Reencarnados, que los orientales califican de
Avatares (encarnación Divina reconocida que se manifiesta de época en época)
provocan siempre este efecto sobre la humanidad que Ellos atraviesan como una
flecha volando directamente hacia su objetivo. Mezclan las fragilidades humanas
con la Fuerza considerada supra-humana. Así la paz que ellos dirigen en
esencia, comienza, paradójicamente por suscitar a su alrededor los elementos
constitutivos de un campo de batalla.
Cuando no se es el esclavo del ego, cuando no se padecen las
pulsiones ni las manifestaciones limitadas y atrofiadas de su realidad, el
cuerpo es la herramienta por la cual el Espíritu que nos anima se comunica con
la Materia y la aspira hacia Sí.
Pensar con Dios, desde un cuerpo, nos termite manifestar los rasgos
fundamentales de la conciencia libre, nos posibilita el afirmarnos, es
decir, ser capaz de extraerse de un alma-grupo.
Es expresar un temperamento,
una manera de ser, una voluntad autónoma, es asumir del riesgo de equivocarse,
tener el derecho a dudar, a dejar manifestarse una sensibilidad, sentimientos e
incluso emociones.
Del libro “Las
Primeras Ensañanzas de Cristo” de Daniel Meurois.
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